Señor mío y Dios mío
Dios de la salvación renovada de generación en generación, resucita en nosotros todo lo que es muerte y lejanía de ti, danos vida y actitudes de resucitados contigo y haznos testigos de tu reino entre los hombres, por el amor, la justicia y la paz.
Pon sabiduría, Señor, en nuestro lenguaje, pon ternura en nuestra mirada, pon misericordia en nuestra mente que hace juicios, pon entrega y calor en nuestras manos, pon escucha en nuestros oídos para el clamor de los hermanos, pon fuego en nuestro corazón para que no se acostumbre a sus carencias
y a su dolor.
Quédate con nosotros, haznos gustar el pan del evangelio, deja que en el camino, mientras vas con nosotros, se nos cambie la vida... Y envíanos de nuevo, audaces y gozosos, para decir al mundo que vives y que reinas, que quieres que el amor solucione las cosas, y cuentas con nosotros.
Y que Tú vas delante, como norte y apoyo, como meta y camino, hasta el fin de los días.
MEDITACION
Vivamos, resucitados, como hombres del Cielo
Vivamos, resucitados, como hombres del Cielo
"El primer hombre {Adán} procede de la tierra y es terrestre; el segundo, Cristo, procede del cielo. El terrestre es prototipo de los terrestres; el celestial, de los celestiales. Y así como llevamos la imagen del terrestre, llevaremos también la imagen del celestial.." (/1Co/15/47-49).
Concluimos en esta quinta meditación una primera serie de reflexiones espirituales sobre la vida en Cristo resucitado que habrán de prolongarse en otras fechas. Cristo, fuente de inspiración y vida, es manantial inagotable. Lo que en cinco días hemos considerado con amor, siguiendo principalmente el texto del capítulo 15 de la primera carta de san Pablo a los Corintios, casi no llega a rozar el brocal del pozo del misterio.
Hoy nos recrearemos nuevamente divisando en lejanía al Dios Amor que se hace visible en la encarnación del Hijo, escucharemos su mensaje y saboreemos, como la Cananea, siquiera las migajas que caen de la Mesa en que reparte el alimento de su Pan y su Palabra.
En los versículos 47 a 49 del citado capítulo Pablo nos señala cómo ha de ser nuestro modo de vivir en Cristo resucitado, y lo hace por medio de una comparación y contraposición entre dos tipos de hombre: el de hombre terreno, representado por Adán, y el de hombre celestial, encarnado por Cristo. La opción por uno u otro modo de ser y vivir marcará la diferencia entre quienes siguen caminos de muerte y quienes optan por sendas de vida eterna.
1. El hombre de la tierra y el hombre del cielo
Hermano mío, esas palabras que utiliza Pablo (hombre de la tierra, hombre del cielo) contienen, en la gracia de un lenguaje metafórico, un cúmulo de referencias interesantísimas. Todas ellas aluden al estilo de conducta que podemos adoptar (y adoptamos) los mortales, responsable o irresponsablemente, según que obramos
-viviendo en gracia o en pecado,
-en fidelidad o infidelidad,
-inmersos en afanes caducos o en aspiraciones de valor eterno,
-siendo esclavos de intereses mezquinos o servidores de nobles ideales,
-dándonos por satisfechos sólo con el gozo del presente que acaba en el polvo y la muerte, o hambreando, además, el más allá en Dios ....
Para apreciarlo bien, mirémonos hacia dentro. ¿Quién no descubre en sí mismo, en este sujeto corpóreo-espiritual que somos cada uno, que su vida y acciones se dan casi siempre en tensión, atraídas por doble peso de amor?
- Por un lado, tiran de nosotros con fuerza las inclinaciones al bienestar y al placer sensible, material, egoísta, y piden su satisfacción sin poner límites en sus demandas, cosa ésta obligada en toda actitud noble y discernidora.
- Por otra, nuestro espíritu reclama elevar el vuelo y llevarnos con él hacia las alturas, de forma que en nuestras obras siempre miremos -como el águila- al sol, a la luz, a la virtud, a la generosidad, al amor puro, a Dios.
Cuando nos dejamos ganar por el peso de amor carnal o interesado hacia las realidades salpicadas de desamor, infidelidad, insolidaridad, injusticia, manipulación de los demás, somos hijos del hombre terreno cuya sangre llenará más o menos nuestras venas y nuestra mente según la medida en que seamos sus víctimas.
Cuando actuamos con los pies en el suelo, de forma encarnada y realista, pero con elevación de miras porque sabemos conducirnos como hombres nobles e hijos de Dios, pertenecemos a la nobleza de seres libres, honestos, agradecidos y virtuosos. En vez de hacer o hacernos víctimas del desamor, caminamos en la luz de Cristo resucitado, que murió por nosotros y nos convoca a la eternidad dichosa con él. Entonces somos hijos del hombre celestial.
2. ¿Qué prototipo de vida elegimos?
Entre dos amores, dos fuerzas en tensión, dos inclinaciones que se contraponen -total o parcialmente- es preciso elegir un camino, tomar una actitud radical. ¿Será necesario matar el cuerpo para que viva el espíritu o apagar al espíritu para que brille el cuerpo? En modo alguno. Bastará con equilibrar, armonizar ambas dimensiones del hombre, de suerte que su dignidad aparezca en el resplandor de la verdad integrada y total. Lo que no cabe estimar como loable en la conciencia cristiana es el mariposear entre las flores (del bien y del mal) chupando alternativamente su néctar, ni tampoco el renunciar a la búsqueda de superación constante.
Recordemos lo que el profeta Isaías decía del Siervo de Dios, cuando viniera a salvarnos y crear un nuevo reino: no quebrará la caña cascada (débil, pecadora) sino que la tratará con amor, para sanarla y recuperarla. A nosotros nos debe acontecer algo parecido en la vida moral, espiritual, social... Tomaremos con amor todo lo bueno y sano del espíritu, y, además, cuidaremos de que lo deficiente en los afectos inferiores se enderece, corrija, perfeccione.
En la elección del prototipo humano-cristiano de buen vivir no dudo que cualquier mirada medio inteligente se inclinará siempre por la imagen de Jesús de Nazaret, que es el mismo Cristo resucitado; y, con él, por la convocatoria a la vida eterna en gracia y amor. Si algún ideal humano cabe presentar en la historia de la humanidad como perfecto, ése es el de Jesús: anonadado, humillado, siervo, entregado a los demás, fiel en la palabra y en el compromiso, magnánimo en la ofrenda de sí mismo y en el perdón a quienes le traicionan o traicionamos, triunfador de la muerte y exaltado al trono de Dios para siempre.
Aunque las constantes caídas en el pecado desdigan de nosotros, ¿no perciben siempre nuestros ojos un rayo de luz en la manifestación de ese Cristo resucitado?
3. Obligados a llevar una imagen, alcancemos la otra.
Dice muy bien Pablo. Por lo que somos (hombres, pobres hombres, hombres dignos) siempre llevamos la imagen del hombre terreno. No podemos ni queremos prescindir de ella. Emerge en nuestra flaqueza, en nuestras pasiones, odios, injusticia, procacidades... Pero contentarse con ella en el proceso de una vida es envilecernos. Nuestro proyecto de vida ha de consistir en ir asimilando la imagen nueva, la del hombre celestial.
Esa imagen del hombre celestial la vamos adquiriendo mediante nuestra transformación en el hombre Cristo-Jesús, en el modelo acabado del Maestro, del Servidor, del Amigo de los hermanos, del Resucitado que vuela hacia el Padre, a su Dios y a nuestro Dios.
¿En qué taller podemos labrar la nueva imagen, borrando, poco a poco, la imagen caduca del hombre viejo?
En el taller de la Casa de Nazaret;
en el taller de la Escuela de las Bienaventuranzas;
en el taller de la Oración en que se aspiran aromas divinos y humanos;
en el taller de la Vida que va incrustando en nosotros -como en una mesa de fraternidad, de sacrificio, de solidaridad- marfiles de gratuidad, de agradecimiento, de gozo en la fe, de firme esperanza y de ardiente caridad.
El Hombre del cielo y los hijos del hombre del cielo son quienes forman y cuidan del reino de Dios, que es reino de amor, de justicia y de paz.
Señor, aquí estoy delante de ti. Ayúdame a tomar conciencia viva de que tú estás conmigo siempre.
Esté donde esté, tu presencia amorosa me envuelve. Dame tu gracia para que este rato de oración me sea provechoso.
Que vea claro qué quieres de mí. Dame un corazón nuevo, que me guíe por tus caminos de amor.
Me pongo en tus manos, Señor. Soy todo tuyo.
Haz de mí lo que tú quieras. Amén.