Meditación: Miércoles de la semana V de Pascua. Ciclo B.
9 de Mayo, 2012
Permanecer como sarmientos unidos a la Vid que es Cristo, y a la Iglesia en la unidad de Pedro.
En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos.
El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis.
La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos» (Jn 15,1-8).
Permanecer como sarmientos unidos a la Vid que es Cristo, y a la Iglesia en la unidad de Pedro.
En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos.
El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis.
La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos» (Jn 15,1-8).
1. El Evangelio nos trae algo muy de la cultura hebrea, la imagen de la viña, para expresar el desvelo amoroso de Dios para con su pueblo (la "viña"). Es una de las parábolas más “ricas” y expresivas: “Jesús dijo a sus discípulos: Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador”.
Ahora vemos que el pueblo es su Cuerpo, todos estamos unidos a Jesús como Cabeza de este Cuerpo: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada». Por un lado, somos otros Cristos unidos a Él como cabeza de la Iglesia.
De otro, nos identificamos con Él, para ser Cristo, pues Dios sólo tiene un Hijo. ¿Cómo compaginar ese ser “otros Cristos” (alter Cristus) con ser al mismo tiempo “el mismo Cristo” (ipse Cristus)? Son las dos líneas de nuestro pobre pensamiento: por un lado, somos Iglesia, y con ella hijos de Dios en el Hijo, por el bautismo y ese “endiosamiento” por el que Cristo es “primogénito entre muchos hermanos” (otros Cristos, con Él).
Por otro lado, el camino es la identificación con Él, pues ser cristiano no es seguir un libro sino una Persona, que vive en nosotros y “gime dentro de nosotros: abbá, Padre” (Gal 4,6). Él nos hace clamar también, en esa “sinergia” que es su inhabitación, que podamos también “nosotros clamar: abbá, Padre” (Rom 8.15)
Es “el mayor” de los hermanos en la fe, y está en mí como “lo más íntimo de mi interior”. Jesús, sé que si estoy unido a ti, alimentado de tu savia, creceré, daré fruto. Si no, me pierdo (soy “cortado”).
San Ignacio de Antioquía nos anima: «Corred todos a una como a un solo templo de Dios, como a un solo altar, a un solo Jesucristo que procede de un solo Padre». El medio de esta identificación, nos lo dice Santa María, Madre nuestra: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5).A todo sarmiento que no da fruto, lo arranca; y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto...” Señor, sé que si se poda, da más fruto… pero también sé que cuando se la poda, la viña ‘llora’, dicen los viñadores... algunas gotas de savia fluyen antes de que se cierre la cicatriz de mi alma.
Y esto, Jesús, me duele, no me gusta… Jesús, tú poda en mí, limpia, purifica. Haz que lo entienda bien, aunque me cueste, sintiendo lo que apuntaba san Josemaría: “Hemos de decirle con sinceridad al Señor que estamos dispuestos a dejar que arranque todo lo que en nosotros es un obstáculo a su acción: defectos del carácter, apegamientos a nuestro criterio o a los bienes materiales, respetos humanos, detalles de comodidad o de sensualidad...
Aunque nos cueste, estamos decididos a dejarnos limpiar de todo ese peso muerto, porque queremos dar más fruto de santidad y de apostolado. El Señor nos limpia y purifica de muchas maneras. En ocasiones permitiendo fracasos, enfermedades, difamaciones... ¿No has oído de labios del Maestro la parábola de la vid y los sarmientos? -Consuélate: te exige, porque eres sarmiento que da fruto... Y te poda… para que des más fruto. ¡Claro!: duele ese cortar, ese arrancar. Pero, luego, ¡qué lozanía en los frutos, qué madurez en las obras!”
Y sigue: «Yo soy la vid y vosotros los sarmientos». Ha llegado septiembre y están las cepas cargadas de vástagos largos, delgados, flexibles y nudosos, abarrotados de fruto, listo ya para la vendimia. Mirad esos sarmientos repletos, porque participan de la savia del tronco: sólo así se han podido convertir en pulpa dulce y madura, que colmará de alegría la vista y el corazón de la gente, aquellos minúsculos brotes de unos meses antes.
En el suelo quedan quizá unos palitroques sueltos, medio enterrados. Eran sarmientos también, pero secos, agostados. Son el símbolo más gráfico de la esterilidad. «Porque sin mi no podéis hacer nada».
Todo depende de la unión contigo, Jesús: el "vino eucarístico" es tu Sangre derramada, tu “poda”…, el fruto de tu “vida”, de la “vid” que eres Tú. Nosotros somos miembros de tu Cuerpo y queremos "permanecer" en Ti (nos dices esta palabra ocho veces, en esta página). Sé que no "vivo" sino en la medida de mi contigo, Señor. Ayúdame a entender tus palabras: “Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis mis discípulos”. Sé que tengo en la Eucaristía el Camino: «el que come mi Carne y bebe mi Sangre, permanece en mí y yo en él... Como yo vivo por el Padre, así el que me coma vivirá por mí».
“Por tanto -comenta San Agustín-, todos nosotros, unidos a Cristo nuestra Cabeza, somos fuertes, pero separados de nuestra Cabeza no valemos para nada (...). Porque unidos a nuestra cabeza somos vid; sin nuestra cabeza (...) somos sarmientos cortados, destinados no al uso de los agricultores, sino al fuego. De aquí que Cristo diga en el Evangelio: Sin mí no podéis hacer nada. ¡Oh Señor! Sin ti nada, contigo todo (...). Sin nosotros Él puede mucho o, mejor, todo; nosotros sin Él nada”.
2. Hoy vemos el primer «Concilio» de Jerusalén, sobre la permanencia de las costumbres judías, o la “innovación” del nuevo injerto. Ya no es una cuestión física, biológica, la pertenencia al nuevo pueblo de Dios: “no han nacido de la carne, ni de la sangre, sino de Dios”, por la fe, dirá S. Juan. Desde entonces, hay una evolución histórica, como el hombre es histórico. La Iglesia está asistida por el Espíritu Santo, y hay una renovación en la tradición, posturas en la Iglesia que han de dialogarse, nunca buscar imponerse; y siempre en la unidad con el Papa. San Efrén glosa así las palabras que Cristo dirigió a Pedro: “Simón, mi Apóstol, yo te he constituido fundamento de la Santa Iglesia. Yo te he llamado ya desde el principio Pedro, porque tú sostendrás todos los edificios; tú eres el superintendente de todos los que edificarán la Iglesia sobre la tierra... Tú eres el manantial de la fuente, de la que emana mi doctrina; tú eres la cabeza de mis Apóstoles... Yo te he dado las llaves de mi reino”».
3. Señor, quiero cantar con el salmo de hoy la peregrinación a Jerusalén, donde vemos hoy que van los apóstoles, a la casa del Señor, a buscar la fortaleza en la fe: «Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor. Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén. Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta. Allá suben las tribus, las tribus del Señor. Según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor. En ella están los tribunales de justicia, en el palacio de David» (Salmo 122/121,1-2.3-5). Rezamos en la Colecta, buscando esta luz, la Verdad: «¡Oh Dios!, que amas la inocencia y la devuelves a quienes la han perdido; atrae hacia ti el corazón de tus fieles, para que siempre vivan a la luz de tu verdad los que han sido librados de las tinieblas del error».
Acabamos con este propósito de oración, pues «la tentación más frecuente, la más oculta, es nuestra falta de fe. Esta se expresa menos en una incredulidad declarada que en preferencias de hecho. Cuando se empieza a orar, se presentan como prioritarios mil trabajos y cuidados que se consideran más urgentes; una vez más, es el momento de la verdad del corazón y de clarificar preferencias. En cualquier caso, la falta de fe revela que no se ha alcanzado todavía la disposición propia de un corazón humilde: «Sin mí, no podéis hacer nada» (Catecismo 2732).
Yo veo que quiero con mi vida ayudar a los demás… Ayúdame, Jesús, a dar fruto, y para eso no separarme nunca de Ti y así glorificar al Padre: «En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos.»
Fuente: www.almudi.org